La madre del Rey. Padre Luis Toro.
Un salmo de especial relieve mesiánico canta la gloria del rey y, unida a él, la gloria de la reina.
Eres el más hermoso de los hijos de Adán, en tus labios se ha derramado la gracia, pues Dios te ha bendecido para siempre (...).
Tu trono, ¡oh Dios!, es por siempre, sin fin; cetro de rectitud es el cetro de tu reino ( Sal 44 [45] 3-7).
Enseguida, el salmista se dirige a la reina. Escucha, hija, y mira, presta tu oÃdo, olvida tu pueblo y la casa de tu padre, y el rey se prendará de tu belleza; él es tu señor, inclÃnate a él (...).
Radiante de gloria, la hija del rey enjoyada —de brocados de oro es su vestido, con bordados de colores—, es conducida ante el rey. VÃrgenes, sus damas, forman su séquito (...), son conducidas en medio de alegrÃa y regocijo; entran en el palacio del rey .
La liturgia aplica este salmo a Cristo y a MarÃa en la gloria celestial. Esta interpretación se funda en algunos textos del Evangelio que se refieren explÃcitamente a la Virgen.
En la Anunciación, san Gabriel le revela que su Hijo reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin (Lc 1, 33).
Va a ser madre de un hijo que, en el mismo instante de su concepción como hombre, es Rey y Señor de todas las cosas; Ella, que lo dará a luz, participa de su realeza.
Lo mismo afirma santa Isabel, que, iluminada por el EspÃritu Santo, confiesa en voz alta: ¿De dónde a mà tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? ( Lc 1, 43).
También san Juan evangelista, en una gran visión del Apocalipsis, describe a una mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas ( Ap 12, 1).
Según la liturgia y la tradición de la Iglesia, esa mujer es MarÃa, vencedora con Cristo sobre el dragón infernal y entronizada como Reina del universo.
Voluntad de Dios.
La realeza de MarÃa es una verdad consoladora para todos los hombres, especialmente cuando nos sentimos merecedores del castigo divino, como justa pena de los pecados.
La Iglesia invita a recurrir a Ella, nuestra Madre y nuestra Reina, en todas nuestras necesidades. Ser Madre de Dios y Madre de los hombres es el fundamento sólido de la filial confianza en su intercesión poderosa, que nos conforta y nos impulsa a levantarnos de nuestras caÃdas.
Al finalizar estas meditaciones la invocamos con las palabras de una antigua oración: Salve, Regina, Mater misericordiæ; vita, dulcedo, spes nostra, salve! Dios te salve, Reina y Madre de misericordia... Ad te clamamus, exsules filii Evæ. Ad te suspiramus, gementes et flentes...
Ponemos en Ella toda nuestra confianza, porque una madre escucha siempre las súplicas de sus hijos.
Ella habla siempre bien de nosotros delante del Padre, del Hijo y del EspÃritu Santo, y alcanza del Señor las cosas buenas que necesitamos.
Sobre todo, la gracia de la perseverancia final, que nos abrirá las puertas del Cielo: Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
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