Revestirnos de Cristo para ser parte de la Promesa. Padre Luis Toro.
El rito esencial del sacramento del Bautismo significa y realiza la muerte al pecado y la entrada en la vida de la SantÃsima Trinidad a través de la configuración con el misterio pascual de Cristo.
El Bautismo es realizado de la manera más significativa mediante la triple inmersión en el agua
bautismal.
Pero desde la antigüedad puede ser también conferido derramando tres veces agua sobre la
cabeza del candidato.
En la Iglesia latina, esta triple infusión va acompañada de las palabras del ministro: "N., yo te
bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del EspÃritu Santo".
En las liturgias orientales, estando el catecúmeno vuelto hacia el Oriente, el sacerdote dice: "El siervo de Dios, N., es bautizado en el nombre del Padre, y del Hijo y del EspÃritu Santo".
Y mientras invoca a cada persona de la SantÃsima Trinidad, lo sumerge en el agua y lo saca de ella.
La unción con el santo crisma, óleo perfumado y consagrado por el obispo, significa el don del EspÃritu Santo al nuevo bautizado.
Ha llegado a ser un cristiano, es decir, "ungido" por el EspÃritu Santo, incorporado a Cristo, que es ungido sacerdote, profeta y rey.
En la liturgia de las Iglesias de Oriente, la unción postbautismal es el sacramento de la Crismación
(Confirmación).
En la liturgia romana, dicha unción anuncia una segunda unción del santo crisma que dará el obispo: el sacramento de la Confirmación que, por asà decirlo, "confirma" y da plenitud a la unción
bautismal.
La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha "REVESTIDO DE CRISTO" (Ga 3,27): ha resucitado con Cristo.
El cirio que se enciende en el Cirio Pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito.
En Cristo, los bautizados son "la luz del mundo" (Mt 5,14; cf Flp 2,15).
El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo Único.
Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro.
Contemplar el misterio El bautismo nos hace “fideles —fieles, palabra que, como aquella otra,
“sancti —santos, empleaban los primeros seguidores de Jesús para designarse entre sÃ, y que aún hoy se usa: se habla de los "fieles" de la Iglesia. —
En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el EspÃritu Santo.
El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo,
renovándonos por el EspÃritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos.
La experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la desorientación de algunas empresas apostólicas.
Todo eso —el comprobar la realidad del pecado y de las limitaciones humanas— puede sin embargo constituir una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda:
¿Dónde están la fuerza y el poder de Dios?
Es el momento de reaccionar, de practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de procurar que sea más firme nuestra fidelidad.
La mayor muestra de agradecimiento a Dios es amar apasionadamente nuestra condición de hijos suyos.
Quisiera que considerásemos ahora ese manantial de gracia divina de los Sacramentos, maravillosa manifestación de la misericordia de Dios.
Dios Nuestro Señor es infinito, su amor es inagotable, su clemencia y su piedad con nosotros no admiten lÃmites. Y, aunque nos concede su gracia de muchos otros modos, ha instituido expresa y libremente —sólo El podÃa hacerlo— estos siete signos eficaces, para que de una manera estable,
sencilla y asequible a todos, los hombres puedan hacerse partÃcipes de los méritos de la Redención.
El deseo de identificarnos con Cristo cambia nuestra vida ordinaria: la familia, el trabajo, nuestras
relaciones de amistad...
«Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra.
El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo.
El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy
humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo»
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