LA SEMILLA DE MI PADRASTO EL SICARIO DE LOS ZETAS

La Loba de Minatitlán

Minatitlán no perdona. El calor pegajoso del petróleo y la humedad se te meten en los huesos. A los quince años, yo ya cargaba con un fuego más pesado dentro: un embarazo que no pedí. Mi familia, esos que juran sangre en el nombre del honor, me vio como la mancha en su apellido. Mi madre me gritó. Mi abuelo me escupió la palabra "zorra" como si fuera un veneno. Y me echaron. Con una bolsa de ropa y el miedo como única compañía, me quedé sola en las calles que siempre fueron mi hogar.

Pero no estaba completamente sola.

Él se llaman Cayo. No es mi padre de sangre, pero es la única figura que recuerdo con consistencia. Un hombre moreno, ancho como un roble, con músculos tallados no en el gimnasio, sino en la violencia de la noche. Sus ojos oscuros tienen la pesadez de quien ha visto demasiado. Cayo es un nahual. Un hombre-lobo. Y en las sombras de Veracruz, no se dedica a proteger inocentes. Es un matón. Un cobrador de deudas que termina sus trabajos con gruñidos y garras. Mata gente para vivir.

Cuando me encontró llorando bajo la lluvia, frente a la casa de la que me corrieron, no dijo nada. Solo me cubrió con su chamarra gruesa y me llevó a su jacalito en las afueras, un lugar que olía a tierra mojada, metal y lobo.

Yo, con mi piel pálida de güera de Minatitlán, mi cuerpo delgado que empezaba a curvarse con la vida que crecía en mí, me sentía un jirón de seda en un mundo de piedra y colmillos. Pero Cayo, el asesino, se convirtió en mi roca.

—En este mundo, pequeña, te vuelves fuerte o te mueres —me decía, mientras me preparaba un té de canela para las náuseas—. Esa criatura que traes... es tuya. Es tu manada ahora.

Por las noches, él salía. Yo a veces lo veía transformarse en el patio, su humanidad desvaneciéndose en un animal enorme y oscuro, de pelaje húmedo y ojos que brillaban con una inteligencia feroz. Salía a hacer sus trabajos sucios. A matar. Y yo, en lugar de tenerle miedo, le rogaba a cualquier dios que escuchara que volviera sano y salvo.

Mis familiares, aquellos que me corrieron, intentaron buscarme para "arreglar las cosas". Cayo se plantó en la puerta. No necesitó transformarse. Solo con mirarlos, con dejar ver el animal en sus ojos humanos, los hizo retroceder. Nunca más volvieron.

Una noche, unos hombres a los que había robado vinieron por él. Yo, con siete meses de embarazo, me escondí en el armario, temblando. Los escuché forcejear. Escuché los gruñidos, los gritos, el sonido húmedo de la carne siendo desgarrada. Luego, silencio.

La puerta del armario se abrió. Era Cayo, manchado de sangre que no era suya, todavía con los caninos largos y los ojos brillando en la oscuridad. Me miró a mí, a mi enorme panza, y el animal en sus ojos se retiró.

—Ya nadie te va a molestar, Valeria —dijo, su voz ronca—. Tu manada está a salvo.

No nací loba como él. Mi poder es otro. Es el de crear vida en un mundo de muerte. El de encontrar una familia en los brazos de un monstruo que, para el mundo, es un demonio, pero que para mí y para mi hija, es el padre que eligió serlo. Él mata para vivir. Pero vive, realmente, para protegernos a nosotras. Y en las noches de luna llena, cuando él aúlla, yo le canto a mi bebé, sabiendo que somos, los tres, una manada de sobrevivientes en la tierra caliente y salvaje de Veracruz.