MI PADRASTO CONTRA EL HOMBRE CERDO

3 days ago
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"El Guardián y la Hija del Polvo"

El mundo acabó no con un estallido, sino con un gemido. Ahora, la Sierra de Chiapas, una vez verde y viviente, se había convertido en un reino de sombras y susurros. Entre los espectros de este nuevo infierno, caminaba el "Hombre Cerdo". No era un animal, sino una abominación nacida del pecado del mundo: un nahual de la pestilencia, con ojos de fuego hediondo y un cuerpo grotesco, mitad hombre obeso y monstruoso, mitad bestia, que emitía gruñidos que helaban la sangre.

Yo, Valeria, a mis 18 años, era un blanco fácil. Mi cabello largo y dorado como el trigo extinto era un faro en la penumbra. Mi piel pálida, un lienzo para el miedo. Mi chamaca roja, la única mancha de color en un mundo de gris y marrón. Era la presa.

Pero no estaba sola.

Mi protector era Kael, mi padrastro. Un hombre negro como el azabache de la noche, musculoso como un titán de los viejos tiempos, con cicatrices que contaban historias de batallas incluso antes del fin. En sus ojos no había rastro del miedo que a mí me consumía; solo una determinación feroz, forjada en el acero de la fe.

Fue en la tienda abandonada, al borde de un pueblo fantasma, donde ello nos encontró. El olor llegó primero: a podredumbre y establo. Luego, la silueta maciza bloqueando la puerta. El Hombre Cerdo. Sus gruñidos formaban palabras retorcidas, promesas de una muerte sucia.

"La rubia... la llevaré a mi pocilga", bramó.

El terror me paralizó. Pero Kael se interpuso, su espalda ancha era mi muralla. En una mano empuñaba un machete pesado. En la otra, sostenía firme una Biblia pequeña y gastada.

—“No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo”, rugió su voz, un trueno de convicción que cortó el aire viciado. “¡Salmo 23:4!”

La criatura emitió un chillido de odio, como si las palabras le quemaran. Cargó. Kael esquivó el embate con una agilidad sobrehumana y el machete se hundió en el lomo grasiento del monstruo. No sangró, sino que supuró un líquido negro y espeso.

La persecución nos llevó al corazón del bosque ennegrecido. Yo corría, mi chamaca desgarrada por las ramas, mi corazón un pájaro a punto de estallar. Kael luchaba a mi retaguardia, cada golpe suyo era acompañado por la Palabra.

—“Con el escudo de la fe podré apagar todos los dardos de fuego del maligno. ¡Efesios 6:16!”

El Hombre Cerdo era fuerte, imparable. Derribó a Kael de un zarpazo. Se abalanzó sobre mí, su aliento fétido en mi rostro. Creí que era el fin.

Pero desde el suelo, Kael, con la voz llena de una furia santa, gritó:

—“¡Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros!” ¡Santiago 4:7! ¡¡Resiste, Valeria!**

Su grito me dio un valor que no sabía que tenía. Agarré una rama gruesa y, con toda mi fuerza, la clavé en el ojo de la bestia. Ella aulló, retrocediendo en una agonía cegadora.

Kael se levantó, no como un hombre herido, sino como un ángel vengador. Se abalanzó sobre la criatura y, poniendo la hoja del machete sobre su cuello grotesco, pronunció la sentencia final:

—“Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre... será atormentado día y noche por los siglos de los siglos.” ¡Apocalipsis 20:10!

Con un último y poderoso movimiento, separó la cabeza horrenda del cuerpo. La bestia se desintegró en un humo negro que olía a azufre, dejando solo un rastro de pura maldad que se disipó en el viento.

Jadeantes, en medio de la destrucción, nos miramos. Su mano, grande y fuerte, encontró la mía, pequeña y temblorosa. No éramos padre e hija por sangre, sino por elección y por el fuego de la batalla. Él, mi roca en la tormenta; yo, la razón por la que su fe ardía con tanta fuerza.

—Vámonos, hija —dijo, su voz ahora serena—. La noche atrae a otras cosas.

Y juntos, el guerrero y la chica de chamaca roja, nos perdimos en la espesura, dos faros de humanidad en las tinieblas del apocalipsis.

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