DK3 -30- Vamos a conocer a San Jerónimo. Fray Nelson Medina.

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Su verdadero nombre era Eusebio, que había heredado de su padre. Jerónimo es sólo un sobrenombre, que la posteridad retuvo sin embargo para designar al ilustre sabio.

Nació en Estridón, en los confines de la Dalmacia y de la Panonia, dentro de una familia cristiana y opulenta.

A la edad de l8 años, todavía catecúmeno, se traslada a Roma, donde es bautizado por el Papa Liberio en persona.

Helo aquí de estudiante, asiduo en los cursos de los gramáticos, de los retóricos, de los filósofos, dedicado a la lectura de autores griegos y latinos, lo mismo poetas que pensadores o historiadores, y copiando de su mano libros enteros para formarse una biblioteca.

Un viaje a las Galias, o diversos centros de erudición, y una permanencia en Tréveris, donde transcribe diversas obras de San Hilario de Poitiers, lo muestran ya apasionado por el estudio y la investigación. Probablemente también es de esta época su designio de consagrarse al servicio de Dios.

De retorno a Aquilea, disgustos domésticos, esencialmente por la conducta de su hermana, lo llevan a alejarse del país e irse al Oriente.

No llevaba más que su biblioteca, que enriqueció todavía más en el curso de un largo viaje por Tracia, por Galacia y la Capadocia antes de llegar a Antioquía.

Obligado por la fatiga a descansar varios meses en esta ciudad, aprovechó todavía este descanso para estudiar las Sagradas Escrituras, en particular en la escuela de Apolinar, Obispo de Laodicea (año 372).

Pero, prendado de la vida monástica, apenas restablecida su salud, se internó en el desierto de Calcis, “ vasta soledad toda quemada por los ardores del sol”, y se somete al régimen de los eremitas.

Si acaso esperó huir de esta suerte de los recuerdos de una juventud un poco frívola, muy pronto cayó en la cuenta de que el hombre lleva consigo en todas partes su naturaleza corrompida: “Yo, que por temor del infierno me había impuesto una prisión en compañía de escorpiones y venados, a menudo creía asistir a danzas de doncellas.

Tenía yo el rostro pálido de ayunos; pero el espíritu quemaba de deseos mi cuerpo helado, y los fuegos de la voluptuosidad crepitaban en un hombre casi muerto. Lo recuerdo bien: tenía a veces que gritar sin descanso todo el día y toda la noche.

No cesaba de herirme el pecho. Mi celda me inspiraba un gran temor, como si fuera cómplice de mis obsesiones: furioso conmigo mismo, huía solo al desierto. . . Después de haber orado y llorado mucho, llegaba a creerme en el coro de los ángeles” (Carta 22 a Eustoquio).

“En mi juventud, cuando estaba yo confinado en el desierto, rechazaba con ayunos repetidos los violentos asaltos del vicio y las terribles exigencias de mi naturaleza.

Pero mi espíritu permanecía lleno de obsesiones.

Para dominarlas me puse bajo la disciplina de cierto hermano judío convertido después de los altos conceptos de Quintiliano, los aplios períodos de Cicerón, la gravedad de Frontino y los encantos de Plinio, aprendí el alfabeto hebreo, ejercitándome en pronunciar las sibilantes y las guturales. Cuántas fatigas sufrí.

Cuántas dificultades experimenté. A menudo desesperaba de alcanzar mi objetivo. Todo lo abandonaba. Luego decidido a vencer, reanudaba el combate.

Testigos de ello son mi conciencia y las de mis compañeros. Sin embargo, le doy gracias al Señor de haber sacado tan dulces frutos de la amargura de tal iniciación en las letras” (Carta l24, l2).

Más allá de esta mortificación, no perdía de vista por lo demás una finalidad más elevada: estudiar la Sagrada Escritura en el texto original. Los grandes intérpretes, sus antecesores, Orígenes, Tertuliano, Atanasio, etc., se habían contentado con la versión griega de los Setenta: el hebreo era desdeñado, no sólo a causa de sus dificultades lingüísticas, sino porque se le consideraba como una lengua maldita, tanto como el pueblo judío mismo.

Aparte de las dificultades de que nos habla, Jerónimo tuvo que afrontar las bromas de los colegas,.

Quizá sin pensar en ello de manera precisa, Jerónimo preparaba ya las conferencias bíblicas que debería dar más tarde en Roma, y sobre todo la traducción de la Biblia al latín, la Vulgata. Estudió también el griego, más difícil; pero para éste no faltaban los profesores.

Aunque parecía desdeñar a los autores clásicos, Virgilio, Plauto, Cicerón, Tito Livio, se los sabía de memoria. Y no los abandonó jamás del todo, y toda su vida fue un fino literato.

Pero sus esfuerzos se concentraban en el texto sagrado y los escritos de los Padres. Le decía a Florentino lo siguiente: “Te conjuro y te suplico insistentemente que tú mismo le pidas a Rufino te confíe para recopilarlos los comentarios del bienaventurado Rético, obispo de Autún, en los que explica el Cantar de los Cantares en un lenguaje magnífico.

Además, un compatriota de Rufino, el viejo Paulo, me ha dicho que este Rufino se quedó con su ejemplar de Tertuliano y lo reclama vehementemente. Te ruego que hagas copias por un copista de libros que me faltan.

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