Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos. Padre Luis Toro.

1 year ago
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El panorama desde lo alto de aquel pequeño monte debía de ser sobrecogedor.

Cientos de personas habían acudido a la Galilea porque querían conocer a ese nuevo profeta
del que tanto se hablaba y que, al parecer, predicaba maravillas.

El Señor las vería aproximarse poco a poco por la colina y, al fin, cuando se hizo el silencio, inició a hablar con voz potente: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».

¿Los pobres? Entre quienes le escuchaban, muchos eran pobres de verdad; habían acudido allí porque sufrían la pobreza y bien sabían que no es algo deseable: Dios quiere que tengamos cosas buenas para comer, un lugar digno para vivir y que gocemos de las comodidades necesarias.

Sin embargo, el Señor nos descubre que hay un tipo de pobreza que vale la pena buscar.

La “pobreza de espíritu” parece ser una condición necesaria para que las otras bienaventuranzas puedan hacerse realidad.

Por eso, no es casualidad que el Señor la proponga al inicio de su discurso, antes que todas las demás, para que sirva de base firme sobre la que construir una vida grande y hermosa.

Pero, ¿qué es exactamente ser pobres en espíritu?

Dios solo sabe dar Caminaba Jesús en otra ocasión por una ciudad y todos querían llegar hasta Él.

Los apóstoles se empeñaban por abrirle paso y atravesar así el gentío que se había echado a la calle para conocer al famoso Rabbí.

Apretujada entre aquellos entusiastas, una mujer gastaba sus pocas fuerzas para llegar hasta el
Señor.

La masa la zarandeaba hacia todas partes. Como sabemos, estaba débil y enferma, pues desde hacía varios años perdía sangre y había gastado todo su dinero en médicos que no habían sabido curarla.

Sin salud ni dinero, Jesús representa para ella su última esperanza.

Seguramente, antes de ver al Señor, esa mujer habría aceptado su enfermedad poniéndose en manos de Dios.

Casi como una respuesta inmediata del cielo, el Mesías pasaba aquel día por su ciudad.

Por eso, estaba convencida de que en Él iba a encontrar la solución que tanto deseaba.

De ese modo, sin grandes discursos, simplemente confiando en Dios, logra arrancar del Maestro la fuerza que la cura de sus males.

Esta mujer es un ejemplo de pobreza en espíritu, porque ha depositado toda su fe en el Señor.

Era pobre y sabía que ella ya no daba más de sí. Todo lo que le hacía falta lo tenía que aceptar como un regalo.

Como ella, el pobre de espíritu es aquel que confía completamente en Dios, porque comprende que Él solo sabe dar y, si quita algo, es para hacer más espacio a sus dones en nuestra vida.

¿Habría luchado esa señora por tocar a Dios con tanta fuerza, si no hubiera perdido la confianza en todo lo demás? Seguramente, no.

Por tanto, la pobreza puede llegar o habrá que buscarla: en cualquier caso, es necesario estar dispuesto a perderlo todo para ganar lo que verdaderamente vale la pena, es decir, llegar a ser pobres para que Dios nos haga ricos.

Por eso, la siguiente pregunta es: ¿de qué debo prescindir para ser pobre?

Menos es más Se cuenta que en el siglo VII, el emperador Heraclio se alzó en guerra contra los persas para recuperar la cruz del Señor que sus enemigos habían robado de Jerusalén y
custodiaban en un palacio cerca de Bagdag.

Tras quince años de batallas, en el 630, el ejército bizantino pudo recuperar el leño y el emperador, al frente de sus tropas, regresó triunfante a la Ciudad Santa.

Heraclio quiso llevar él mismo la cruz mientras entraba en Jerusalén, pero al tomar la reliquia, esta se hizo muy pesada.

Para sorpresa de sus soldados, el emperador, que había peleado en mil batallas, no podía sostener un simple madero sobre su caballo.

Avergonzado, desmontó para llevarlo a pie, pero tampoco así fue capaz de avanzar. Poco a poco, para concentrar sus fuerzas en la cruz, se fue liberando de otros pesos: su corona, su manto real, su coraza, su espada y su escudo...

Por fin, cuando solo vestía su túnica, pudo alzar el leño.

Fue entonces —despojado de todas sus riquezas imperiales— cuando la imagen del emperador
trajo a la memoria de todos a aquel Cristo que, seis siglos antes, había cargado con la cruz por esas mismas calles.

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