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DK4 -50- ¿Cómo llegó la iglesia a hablar de una Trinidad? Catecismo y Teología Básica. Fray Nelson.
«El misterio central de la fe y de la vida cristiana es el misterio de la Santísima Trinidad.
Los cristianos son bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
Toda la vida de Jesús es revelación del Dios Uno y Trino: en la anunciación, en el nacimiento, en el
episodio de su pérdida y hallazgo en el Templo cuando tenía doce años, en su muerte y resurrección, Jesús se revela como Hijo de Dios de una forma nueva con respecto a la filiación conocida por Israel.
Al comienzo de su vida pública, además, en el momento de su bautismo, el mismo Padre atestigua al mundo que Cristo es el Hijo Amado (cfr. Mt 3, 13-17 y par.) y el Espíritu desciende sobre Él en forma de paloma.
A esta primera revelación explicita de la Trinidad corresponde la manifestación paralela en la
Transfiguración, que introduce al misterio Pascual (cfr. Mt 17, 1-5).
Finalmente, al despedirse de sus discípulos, Jesús les envía a bautizar en el nombre de las tres Personas divinas, para que sea comunicada a todo el mundo la vida eterna del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (cfr. Mt 28, 19).
En el Antiguo Testamento, Dios había revelado su unicidad y su amor hacia el pueblo elegido: Yahwé era como un Padre.
Pero, después de haber hablado muchas veces por medio de los profetas, Dios habló por medio del Hijo (cfr. Hb 1, 1-2), revelando que Yahwé no sólo es como un Padre, sino que es Padre
Jesús se dirige a Él en su oración con el término arameo Abbá, usado por los niños israelitas para dirigirse a su propio padre (cfr. Mc 14, 36), y distingue siempre su filiación de la de los discípulos.
Esto es tan chocante, que se puede decir que la verdadera razón de la crucifixión es justamente
el llamarse a sí mismo Hijo de Dios en sentido único.
Se trata de una revelación definitiva e inmediata, porque Dios se revela con su Palabra: no podemos esperar otra revelación, en cuanto Cristo es Dios (cfr., p. ej., Jn 20, 17) que se nos da, insertándonos en la vida que mana del regazo de su Padre.
En Cristo, Dios abre y entrega su intimidad, que de por sí sería inaccesible al hombre sólo por medio de sus fuerzas.
Esta misma revelación es un acto de amor, porque el Dios personal del Antiguo Testamento abre libremente su corazón y el Unigénito del Padre sale a nuestro encuentro, para hacerse una cosa sola con nosotros y llevarnos de vuelta al Padre (cfr. Jn 1, 18). Se trata de algo que la filosofía
no podía adivinar, porque radicalmente se puede conocer sólo mediante la fe.
Dios no sólo posee una vida íntima, sino que Dios es –se identifica con– su vida íntima, una vida caracterizada por eternas relaciones vitales de conocimiento y de amor, que nos llevan a expresar el misterio de la divinidad en términos de procesiones.
De hecho, los nombres revelados de las tres Personas divinas exigen que se piense en Dios como el proceder eterno del Hijo del Padre y en la mutua relación –también eterna– del Amor que «sale del Padre» (Jn 15, 26) y «toma del Hijo»(Jn 16, 14), que es el Espíritu Santo.
La Revelación nos habla, así, de dos procesiones en Dios: la generación del Verbo (cfr. Jn 17. 6) y la procesión del Espíritu Santo.
Con la característica peculiar de que ambas son relaciones inmanentes, porque están en Dios: es más son Dios mismo, en tanto que Dios es Personal; cuando hablamos de procesión, pensamos ordinariamente en algo que sale de otro e implica cambio y movimiento.
Puesto que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza del Dios Uno y Trino (cfr. Gn 1, 26-27), la mejor analogía con las procesiones divinas la podemos encontrar en el espíritu humano, donde el conocimiento que tenemos de nosotros mismos no sale hacia afuera: el concepto que nos
hacemos de nosotros es distinto de nosotros mismos, pero no está fuera de nosotros.
Lo mismo puede decirse del amor que tenemos para con nosotros. De forma parecida, en Dios el Hijo procede del Padre y es Imagen suya, análogamente a como el concepto es imagen de la realidad conocida.
Sólo que esta Imagen en Dios es tan perfecta que es Dios mismo, con toda su infinitud, su eternidad, su omnipotencia: el Hijo es una sola cosa con el Padre, el mismo Algo, esa es la
única e indivisa naturaleza divina, aunque sea otro Alguien.
El Símbolo del Nicea-Constantinopla lo expresa con la formula «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero».
El hecho es que el Padre engendra al Hijo donándose a Él, entregándole Su substancia y Su
naturaleza; no en parte, como acontece en la generación humana, sino perfecta e infinitamente.
Lo mismo puede decirse del Espíritu Santo, que procede como el Amor del Padre y del Hijo.
Procede de ambos, porque es el Don eterno e increado que el Padre entrega al Hijo engendrándole y que el Hijo devuelve al Padre como respuesta a Su Amor.
Este Don es Don de sí, porque el Padre engendra al Hijo comunicándole total y perfectamente su mismo Ser mediante su Espíritu.
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