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La voluntad del PADRE -Dios quiere que todos los hombres se salven- Padre Luis Toro.
SUBE JESÚS a Jerusalén, en donde le espera el Calvario.
A su alrededor, un tanto asustados, van sus discípulos.
Por el camino, en varias personas surge la inquietud por seguirlo.
«Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57), le dice el primero.
Jesús, que conoce lo mejor para cada uno en cada momento, serena el ímpetu de aquella persona: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no
tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58).
Jesús vivía así, ligero de equipaje, sin más cosas que las imprescindibles para su misión, entregado a la voluntad de su Padre Dios.
Y quien quisiera ser su discípulo estaba invitado a ese mismo estilo de vida.
Seguirlo era entusiastamente, llenaba el alma de alegría, pero no era cómodo.
1. La aspiración más profunda del ser humano es amar y ser amado. Por eso, los bienes
materiales no llenan el corazón.
Llevar una vida templada, gozando con libertad de los bienes creados, sin depender de ellos, nos ayuda a dirigir todas esas realidades al servicio de quien amamos.
No se trata de un simple ejercicio de la voluntad por rechazar algo que nos atrae, sino en renovar el amor que mueve nuestra vida, en no dejar que nada nos aparte de él y ordenar todo lo que
disponemos al servicio de nuestra misión como cristianos.
Así, cada esfuerzo asumido libremente nos recordará que no hay mayor felicidad que la que encontramos en Dios.
MÁS ADELANTE, es Jesús quien toma la iniciativa y dice a una persona con la que se encuentra: «Sígueme» (Lc 9,59).
No tenemos muchos más datos sobre este hombre. Tampoco sabemos por qué el Señor se fijó en
él.
Pero sí conocemos con certeza que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4).
No hay ninguna persona que se encuentre fuera del cariño de Dios: todos estamos llamados a verle un día cara a cara en el cielo, fuimos creados para ello.
Como recuerda el Concilio Vaticano II: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre»
2. La santidad no está reservada solamente a aquellos con unas cualidades particulares. «Todos
estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra»
3 . Precisamente es en las «tareas pequeñas» en donde san Josemaría decía que se hallaba la
santidad «grande»
4. Es decir, en realizar esas actividades junto a Jesús, en asemejarnos cada vez más a él. «Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo.
¡He hablado tantas veces del mito del rey Midas, que convertía en oro cuanto tocaba! En oro de méritos sobrenaturales podemos convertir todo lo que tocamos, a pesar de nuestros personales errores»
5 . Es verdad que, en este camino, podemos encontrarnos con la experiencia de nuestra debilidad; pero, entonces, aprenderemos una y otra vez que para la santidad es preciso humildad y esperanza: porque es Jesús quien habita en nosotros y nos lleva como de la mano.
JESÚS siempre supera nuestras expectativas. Cuando los apóstoles decidieron seguirle, probablemente no eran del todo conscientes de lo que iban a vivir.
Quizás esperarían empaparse de sus enseñanzas para poder transmitirlas a otros más adelante; pero es poco probable que se imaginaran a sí mismos haciendo milagros o difundiendo la alegría del cristianismo por todos los rincones del mundo.
«Dios guarda lo mejor para nosotros. Pero pide que nos dejemos sorprender por su amor, que
acojamos sus sorpresas»
6. En contraste con la alegría de los apóstoles, en el Evangelio también encontramos personas que, después de haber conocido a Jesús, se
marchan desilusionadas. Es lo que
ocurrió, por ejemplo, con los que no
aceptaron que para salvarse tendrían
que comer la carne y beber la sangre
del hijo de Dios: «Desde ese momento
muchos discípulos se echaron atrás y
ya no andaban con él» (Jn 6,66), nos
dice san Juan. Algo similar sucedió
también con los que creyeron que el
Mesías les liberaría de la dominación
romana. Lo que parecen tener en
común estas personas es que
quisieron reducir el poder de Cristo a
sus propios esquemas. Y este es un
peligro siempre presente: cuando en
lugar de dejarnos sorprender por los
panoramas que Dios pone ante
nuestros ojos, preferimos aferrarnos
a nuestras expectativas o a lo que ya
creemos conocer bien. Entonces
corremos el riesgo de cerrarnos a las
sorpresas –más o menos pequeñas–
que Dios nos tiene reservadas.
Seguramente la Virgen María
tampoco imaginaba todo lo que
vendría después del anuncio del
ángel. Sin embargo, supo abrirse con
fe a los planes que Dios tenía para
ella. A ella podemos pedirle que
sepamos siempre dejarnos
sorprender por el amor de su Hijo.
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