DK4 -32- La fé es comienzo de la Vida Eterna. Catecismo y Teología Básica. Fray Nelson Medina.
Al final del Símbolo de los Apóstoles la Iglesia proclama: «Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna».
En esta fórmula se contiene en forma breve los elementos fundamentales de la esperanza
escatológica de la Iglesia.
1. La resurrección de la carne
En muchas ocasiones la Iglesia ha proclamado su fe en la resurrección de todos los muertos al final de los tiempos.
Se trata de algún modo de la “extensión” de la Resurrección de Jesucristo, «el primogénito entre
muchos hermanos» (Rm 8,29) a todos los hombres, vivos y muertos, justos y pecadores, que tendrá lugar cuando Él venga al final de los tiempos.
Con la muerte el alma se separa del cuerpo; con la resurrección, cuerpo y alma se unen de nuevo entre sí, para siempre.
El dogma de la resurrección de los muertos, al mismo tiempo que habla de la plenitud de inmortalidad a la que está destinado el hombre, es un vivo recuerdo de su dignidad, especialmente en su vertiente corporal.
Habla de la bondad del mundo, del cuerpo, del valor de la historia vivida día a día, de la vocación eterna de la materia.
Por ello, contra los gnósticos del II siglo, se ha hablado de la resurrección de la carne , es decir de la vida del hombre en su aspecto más material, temporal, mudable y aparentemente caduco.
Santo Tomás de Aquino considera que la doctrina sobre la resurrección es natural respecto a la causa final (porque el alma está hecha para estar unida al cuerpo, y viceversa), pero es sobrenatural respecto a la causa eficiente (que es Dios).
El cuerpo resucitado será real y material; pero no terreno, ni mortal.
San Pablo se opone a la idea de una resurrección como transformación que se lleva a cabo dentro de la historia humana, y habla del cuerpo resucitado como “glorioso” (cfr. Flp 3,21) y “espiritual” (cfr. 1 Co 15,44).
La resurrección del hombre, como la de Cristo, tendrá lugar, para todos, después de la muerte.
La Iglesia no promete a los hombres en nombre de la fe cristiana una vida de éxito seguro en esta tierra.
No habrá una utopía, pues nuestra vida terrena estará siempre marcada por la Cruz.
Al mismo tiempo, por la recepción del Bautismo y de la Eucaristía, el proceso de la resurrección ha comenzado ya de algún modo.
Según Santo Tomás, en la resurrección, el alma informará el cuerpo tan profundamente, que en
éste quedarán reflejadas sus cualidades morales y espirituales.
En este sentido la resurrección final, que tendrá lugar con la venida de Jesucristo en la gloria, hará posible el juicio definitivo de vivos y muertos.
Respecto a la doctrina de la resurrección se pueden añadir cuatro reflexiones:
– la doctrina de la resurrección final excluye las teorías de la reencarnación, según las cuales el
alma humana, después de la muerte, emigra hacia otro cuerpo, repetidas veces si hace falta, hasta quedar definitivamente purificada.
Al respecto, el Concilio Vaticano II ha hablado de «único curso de nuestra vida», pues «está establecido que los hombres mueran una sola vez» (Hb 9,27);
– una manifestación clara de la fe de la Iglesia en la resurrección del propio cuerpo es la veneración de las reliquias de los Santos;
–aunque la cremación del cadáver humano no es ilícita, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la fe, la Iglesia aconseja vivamente conservar la piadosa costumbre de sepultar los cadáveres.
En efecto, «los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respecto y caridad en la fe y la
esperanza de la resurrección.
Enterrar a los muertos es una obra de misericordia corporal, que honra a los hijos de Dios, templos del Espíritu Santo»;
– la resurrección de los muertos coincide con lo que la Sagrada Escritura llama la venida de «los
nuevos cielos y la tierra nueva»
No sólo el hombre llegará a la gloria, sino que el entero cosmos, en el que el hombre vive y actúa, será transformado.
«La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad», leemos en la Lumen Gentium (n. 48), «no será llevada a su plena
perfección sino “cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas” (Hch 3,21) y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado».
Habrá continuidad ciertamente entre este mundo y el mundo nuevo, pero también una importante
discontinuidad.
La espera de la definitiva instauración del Reino de Cristo no debe debilitar sino avivar, con la virtud teologal de la esperanza, el empeño de procurar el progreso terreno
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