CRISTO, ¡¡!REY DEL UNIVERSO!!! Padre Luis Toro.
En el último domingo del año litúrgico se celebra la Solemnidad de Cristo Rey.
Termina el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, rey de justicia, de amor y de paz, como leeremos dentro de poco en el Prefacio.
Todos percibís en vuestras almas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de
Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.
¿Por qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta cruel:, no queremos que éste reine sobre nosotros?
En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.
Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor.
Muchos no soportan que Cristo reine; se oponen a Él de mil formas: en los diseños generales del mundo y de la convivencia humana; en las costumbres, en la ciencia, en el arte.
¡Hasta en la misma vida de la Iglesia! Yo no hablo —escribe S. Agustín— de los malvados que blasfeman de Cristo.
Son raros, en efecto, los que lo blasfeman con la lengua, pero son muchos los que lo blasfeman con la propia conducta.
A algunos les molesta incluso la
expresión Cristo Rey: por una
superficial cuestión de palabras,
como si el reinado de Cristo pudiese
confundirse con fórmulas políticas; o
porque, la confesión de la realeza del
Señor, les llevaría a admitir una ley. Y
no toleran la ley, ni siquiera la del
precepto entrañable de la caridad,
porque no desean acercarse al amor
de Dios: ambicionan sólo servir al
propio egoísmo.
Que Él nos
aumente esos afanes de entrega, de
fidelidad a su divina llamada —con
naturalidad, sin aparato, sin ruido—,
en medio de la calle. Démosle gracias
desde el fondo del corazón.
Dirijámosle una oración de súbditos,
¡de hijos!, y la lengua y el paladar se
nos llenarán de leche y de miel, nos
sabrá a panal tratar del Reino de
Dios, que es un Reino de libertad, de
la libertad que Él nos ganó.
Cristo, Señor del mundo
Quisiera que considerásemos cómo
ese Cristo, que —Niño amable—
vimos nacer en Belén, es el Señor del
mundo: pues por Él fueron creados
todos los seres en los cielos y en la
tierra; Él ha reconciliado con el Padre
todas las cosas, restableciendo la paz
entre el cielo y la tierra, por medio de
la sangre que derramó en la cruz.
Hoy Cristo reina, a la diestra del
Padre: declaran aquellos dos ángeles
de blancas vestiduras, a los discípulos
que estaban atónitos contemplando
las nubes, después de la Ascensión
del Señor: varones de Galilea ¿por qué
estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús,
que separándose de vosotros ha
subido al cielo, vendrá de la misma
manera que le acabáis de ver subir.
Por Él reinan los reyes, con la
diferencia de que los reyes, las
autoridades humanas, pasan; y el
reino de Cristo permanecerá por toda
la eternidad, su reino es un reino
eterno y su dominación perdura de
generación en generación.
El reino de Cristo no es un modo de
decir, ni una imagen retórica. Cristo
vive, también como hombre, con
aquel mismo cuerpo que asumió en
la Encarnación, que resucitó después
de la Cruz y subsiste glorificado en la
Persona del Verbo juntamente con su
alma humana. Cristo, Dios y Hombre
verdadero, vive y reina y es el Señor
del mundo. Sólo por Él se mantiene
en vida todo lo que vive.
¿Por qué, entonces, no se aparece
ahora en toda su gloria? Porque su
reino no es de este mundo, aunque
está en el mundo. Había replicado
Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para
esto nací: para dar testimonio de la
verdad; todo aquel que pertenece a la
verdad, escucha mi voz. Los que
esperaban del Mesías un poderío
temporal visible, se equivocaban: que
no consiste el reino de Dios en el
comer ni en el beber, sino en la
justicia, en la paz y en el gozo del
Espíritu Santo.
Verdad y justicia; paz y gozo en el
Espíritu Santo. Ese es el reino de
Cristo: la acción divina que salva a los
hombres y que culminará cuando la
historia acabe, y el Señor, que se
sienta en lo más alto del paraíso,
venga a juzgar definitivamente a los
hombres.
Cuando Cristo inicia su predicación
en la tierra, no ofrece un programa
político, sino que dice: haced
penitencia, porque está cerca el reino
de los cielos; encarga a sus discípulos
que anuncien esa buena nueva, y
enseña que se pida en la oración el
advenimiento del reino. Esto es el
reino de Dios y su justicia, una vida
santa: lo que hemos de buscar
primero, lo único verdaderamente
necesario.
La salvación, que predica Nuestro
Señor Jesucristo, es una invitación
dirigida a todos: acontece lo que a
cierto rey, que celebró las bodas de su
hijo y envió a los criados a llamar a
los convidados a las bodas.
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