Conservemos la Esperanza y la Fé. Parte 4, Retiro con Sacerdotes. Padre Luis Toro.

2 years ago
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Hemos visto la estrecha relación que hay entre la fe y la esperanza. En la carta a los Romanos, san Pablo nos dice que Abrahán, «apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza».

El patriarca, a pesar de sus muchos años y la esterilidad de su mujer Sara, siguió creyendo en la promesa que Dios le había hecho de darle una gran descendencia. Frente a la evidencia de una realidad contraria a toda esperanza humana, él se fía de Dios con la certeza de que el Señor cumplirá sus promesas.

También nosotros estamos llamados a vivir una esperanza como la de Abrahán, que no se apoya en razonamientos, o en previsiones o cálculos humanos, sino que hunde sus raíces en la fe en la Palabra de Dios.

Así nuestra vida se iluminará con la certeza de saber que Aquél que ha resucitado a su Hijo de la muerte nos resucitará también a todos nosotros y nos hará ser una sola cosa con Él, junto a todos nuestros hermanos en la fe.

«La esperanza cristiana es sólida. Por eso no decepciona (…). No está fundada sobre lo que nosotros podemos hacer o ser, y tampoco sobre lo que nosotros podemos creer. Su fundamento, es decir el fundamento de la esperanza cristiana, es lo más fiel y seguro que existe: el amor que Dios mismo nos tiene a cada uno de nosotros. Es fácil decir: Dios nos ama. Todos lo decimos. Pero (…) cada uno de nosotros ¿es capaz de decir: estoy seguro de que Dios me ama? No es tan fácil decirlo. Pero es verdad].

La gran esperanza

En su predicación y en sus conversaciones, san Josemaría ponía muchas veces la mirada en la vida de los primeros cristianos.

La fe era para ellos, antes que una doctrina a aceptar o un modelo de vida a realizar, el regalo de una vida nueva: el don del Espíritu Santo, que había sido derramado en sus almas tras la resurrección de Cristo.

Para los primeros cristianos, la fe en Dios era objeto de experiencia, y no solo de adhesión intelectual: Dios era Alguien realmente presente en su corazón.

San Pablo escribía a los fieles de Éfeso, refiriéndose a su vida antes de conocer el Evangelio: «vivíais entonces sin Cristo, erais ajenos a la ciudadanía de Israel, extraños a las alianzas de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,11-12).

Con la fe, en cambio, habían recibido la esperanza, una esperanza que «no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5).

A la vuelta de veinte siglos, Dios no deja de llamarnos a esta «gran esperanza», que relativiza todas las demás esperanzas y decepciones. «Nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino.

Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar»[

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