Domingo de la resurrección. Fray Nelson Medina

2 years ago
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Una comunidad desanimada.
(CAMINO A EMAUS)

......Y el desconcierto prosigue: “Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron.”

Era difícil describir con mayor realismo el estado de ánimo de aquel primer grupo cristiano. Es una comunidad hundida. No creen en la primera noticia de las mujeres. ¿Cómo iba Jesús a darles a ellas la primera noticia? Es absurdo e imposible, piensan. Y ni siquiera el hecho de que sus compañeros comprueben lo que las mujeres han dicho les convence. A él no le han visto, dicen, y esto es lo esencial.

Si hubiera resucitado ¿qué esperaba para hacerse ver? ¿Para qué andar mandando mensajes con ángeles y por medio de mujeres, cuando podía simplemente presentarse ante ellos?

LA PALABRA DE DIOS LES IBA TRANSFORMANDO.

Ahora es el desconocido quien habla: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!” La voz del caminante era cálida y persuasiva. Ponía toda su alma en lo que decía. Incluso cuando les reprendía, su palabra era suave y no hería. Más tarde reconocerían que esa voz les “hacía arder el corazón”. Le oían y se maravillaban de su sabiduría y de su amor. Y, según le oían hablar, las oscuridades iban cayendo de sus ojos.

Y, al mismo tiempo, iban sintiéndose avergonzados y felices. Avergonzados por su falta de fe, por su corta inteligencia. Y felices porque su esperanza renacía, porque un nuevo amor iba brotando dentro de ellos. Aún no se daban cuenta, pero Dios ya estaba con ellos y dentro de ellos.

Por eso, mientras él estaba hablando, los dos discípulos iban pasando de la tristeza a la alegría, de la indiferencia al amor. La palabra de Dios les iba transformando.

El caminante había obrado hacia ellos con ese respeto soberano del apóstol auténtico: sin forzar. Había expuesto la verdad y ahora se disponía a seguir su camino, sin imponerse, sin obligar.

Pero estos dos discípulos tenían ya el corazón ardiendo y oían la palabra de Dios: lo obligaron a quedarse. Y entró Jesús en su aldea y en su casa. Y le ofrecieron el honor de presidir la mesa.

Fue entonces cuando el desconocido tomó el pan, lo bendijo y lo partió. En realidad no hacía nada que no hubiera hecho cualquier otro israelita piadoso. Pero lo hacía de un modo que fue para ellos como descorrer un velo. Y, antes de que abrieran los labios, el desconocido desapareció. Ahora ya no dudaron: era Él mismo, el Señor resucitado. Ni siquiera sintieron la decepción de haberlo perdido de nuevo. La alegría de saberlo vivo era más importante que la de verlo.

Por eso su fe se hizo en seguida apostólica. Sin detenerse un minuto, sin comentarlo casi, se levantaron y regresaron corriendo a Jerusalén. Los kilómetros se les hicieron ahora mucho más cortos. Porque la alegría aligera las cosas, así como la tristeza las hace pesadas. De pronto se sintieron de nuevo apóstoles, hermanos. No guardaron para sí su alegría. Tenían que comunicarla y repartirla.

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